18 de diciembre de 2023

Petición al Consejo de ministros. Denuncia del art. IX del Tratado de Paz entre EEUU y España, de 10 de diciembre de 1898 relativo a la desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles

 PETICIÓN

AL CONSEJO DE MINISTROS

ASUNTO: DENUNCIA DEL ARTÍCULO IX DEL TRATADO DE PAZ ENTRE ESTADOS UNIDOS Y ESPAÑA, DE 10 DE DICIEMBRE DE 1898, RELATIVO A LA DESNATURALIZACIÓN MASIVA Y FORZOSA DE CIUDADANOS ESPAÑOLES RESIDENTES EN CUBA Y PUERTO RICO.

Quien la presente suscribe, Maikel Arista-Salado y Hernández, nacido en la Habana, Cuba, mayor de edad, y en el ejercicio de su plena capacidad jurídica, refugiado político y naturalizado en Estados Unidos de América, con residencia permanente y domicilio legal en dicha república, según documento de identidad aportado y anejo a este escrito, en cumplimiento del art. 4 de la Ley orgánica 4/2001, reguladora del derecho de petición, Viene respetuosamente a decir y a exponer ante este Consejo de Ministros, como por el presente escrito dice y expone, en el ejercicio directo del derecho constitucional de petición, reconocido en el artículo 29 de la Constitución española, y desarrollado por la citada ley orgánica, por derecho propio y en el lugar y representación de todas las personas en las que concurran las mismas circunstancias, y en la forma que mejor convenga en Derecho, respetuosamente pide a la autoridad competente, lo siguiente:

Petición concreta: denuncia del art. IX del Tratado de Paris, de 10 de diciembre de 1898, (1) por vulnerar el Derecho español en la forma que prueba esta petición, (2) por ser contrario a la Constitución de 1876, en plena vigencia en Cuba y Puerto Rico desde 1881 y al momento del canje de las ratificaciones, (3) contrario al resto de las leyes civiles fundamentales del Reino, como el Código Civil de 1889, hecho extensivo a Cuba y Puerto Rico, las leyes reguladoras del Registro Civil, asimismo extendidas. Es, además, (4) violatorio del Derecho internacional, tanto entonces como hoy, ilegal, nulo o inválido. La aplicación y vigencia del artículo IX del Tratado de Paz constituye un acto internacionalmente ilícito que causa responsabilidad internacional. Tanto Estados Unidos de América, al imponer el texto del artículo de marras, como España al aceptarlo y transcribirlo luego en forma de real decreto, tipifican un acto atribuible al Estado que constituye una violación de sus obligaciones internacionales por violación de la costumbre internacional.

Otrosí: De ser admitida la petición a trámite, quien suscribe, en virtud de la condición de petición colectiva descrita en el primer parágrafo de este escrito, pide asimismo respetuosamente que, admitida a trámite por el Consejo de ministros, y en virtud de lo dispuesto en la ley reguladora del derecho de petición, se publique en el Boletín Oficial del Estado y se permita que toda persona en la que concurran las mismas circunstancias del peticionario, pueda adherirse mediante comunicación escrita al Consejo de ministros, y que la comunicación pueda ser recibida también en los consulados del Reino.

Esta petición se somete al Consejo de Ministros al amparo de los arts. 94 al 96 de la Constitución española vigente, en relación con los arts. 24 y 29 del mismo texto, del art. 37 de la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales,[1] de la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del Derecho de Petición, de las demás leyes civiles fundamentales del Reino según corresponda, de los principios generales y normas del derecho civil español, así como de la amplia jurisprudencia de los tribunales europeos sobre el derecho inalienable a la ciudadanía.

El mencionado artículo debe ser de inmediato denunciado por el Estado español y expulsado definitivamente de su ordenamiento, de tal suerte que pueda este, en virtud de las más antiguas e incontestables normas de derecho municipal, modificar el Código Civil y permitir el acceso a la ciudadanía española de los descendientes de aquellos a los que dicha condición les fue injustamente arrebatada, incluso en contra de sus voluntades. En este escrito de petición quedarán probados los siguientes extremos:

(1)  Que la continuada aplicación del art. IX del Tratado de París ha generado y continúa generando grados alarmantes de injusticia, toda vez que su ratificación obligó al Estado español a recurrir a la odiosa institución de la desnaturalización masiva y forzosa de sus ciudadanos en Cuba y Puerto Rico.

(2)  Que Cuba y Puerto Rico eran territorios españoles de pleno derecho en los que tenía vigencia la Constitución de la Monarquía, ergo: sus naturales habrán de ser ciudadanos españoles de origen.

(3)  Que los españoles residentes en Cuba y Puerto Rico, por imperio de la Constitución y las leyes del Reino, eran ciudadanos españoles, con todos los derechos políticos inherentes a dicha condición.

(4)  Que la desnaturalización masiva y forzosa, fue un acto inconstitucional, ilegal, nulo o inválido, porque el Estado español carecía entonces, como carece hoy, de la capacidad jurídica necesaria para retirar la ciudadanía española a sus propios nacionales, mucho menos traficarla en un tratado con otro Estado.

(5)  Que la desnaturalización masiva y forzosa, aun cuando fuese legal, sin debido proceso ni causa legítima, y sin la necesaria notificación en tanto acto administrativo, es un acto contrario a Derecho, en 1898 y hoy. Los derechos fundamentales conculcados entonces deben ser restablecidos al estado en que se encontraban en el momento anterior a dicho acto.

(6)  Que la desnaturalización masiva y forzosa, al ser un acto nulo de toda nulidad, no ha afectado la transmisión ius sanguini del derecho natural, fundamental y personalísimo de nuestros mayores a sus descendientes, que hoy, en virtud de la presente, se pide al Estado español reconozca en su Derecho positivo, y ponga fin a un siglo de deuda y olvido.

(7)  Que la desnaturalización MASIVA Y forzosa de ciudadanos españoles originarios nunca fue transcrita al Registro civil español, y al no haber cumplido con una formalidad de fondo, impuesta por la legislación española, no puede ser verificado conforme a Derecho, con lo cual tanto el art. IX del Tratado como los reales decretos de 1901 son nulos de pleno derecho.

Competencia del Consejo de ministros

De acuerdo con el artículo 37 de la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales, así como los artículos 94 al 96 de la Constitución española, el Consejo de ministros es órgano competente para acordar la denuncia de un tratado y, en consecuencia, entiende quien suscribe que debe ser la autoridad destinataria de esta petición para admitirla a trámite, de acuerdo con la ley reguladora del derecho petición.

El Tratado de Paz es contrario a Derecho

Un problema añadido a la interpretación del Tratado de Paz es determinar con meridiana claridad cuáles son sus elementos constitutivos, dicho de otra manera, cuáles instrumentos jurídicos conforman la totalidad del Tratado, cuyas reproducciones suelen quedar acotadas al texto firmado el 10 de diciembre de 1898 y canjeado en abril del año siguiente; pero el Tratado de Paz no se circunscribe al de París, sino que comienza con el Protocolo de Paz firmado el 12 agosto de 1898, en virtud del cual ambos gobiernos nombran representantes para la conclusión definitiva de los extremos de un tratado.

El Tratado de París, como suele conocerse, consta en realidad de varias partes, unas sustantivas y otras adjetivas. Las partes sustantivas del tratado son tres: el Protocolo de Paz de agosto de 1898, el texto firmado en diciembre de 1898 en París, y los que posteriormente lo modifican. Las partes adjetivas son los mecanismos extrínsecos al texto, pero esenciales, que permiten la vigencia y aplicación de los acuerdos entre Estados, dígase publicación, creación de instituciones para su cumplimiento, etc.

Normalmente, en el ámbito del Derecho internacional, los protocolos suelen ser instrumentos jurídicos que se emplean para operar, modificar o corregir un tratado anterior. La doctrina especializada suele definirlos como instrumentos vinculantes de menor formalidad que se firman ex post facto, pero vinculantes, al fin y al cabo. En el caso particular del Tratado de Paz, el Protocolo de Paz de agosto, sin serlo nominalmente, tiene rango y fuerza de tratado, y forma parte integrante de él.

Dispone el Protocolo de Paz que el tratado resultante sea ratificado “de acuerdo con las formas constitucionales” de cada parte. Dicho artículo impone la obligación a los gobiernos de Estados Unidos y España de la diligencia debida o due diligence, al tiempo que funciona como marco protector de la legalidad y seguridad jurídica, o en este caso, de la constitucionalidad. No se trata simplemente de un proceso mecanicista de ratificación, sino que los textos deben mirar hacia las constituciones de cada Estado, deben subordinarse a ellas en tanto y en cuanto son las constituciones las que autorizan al Estado a celebrar tratados y acuerdos internacionales. Si, por otra parte, entendemos que un tratado viene a ser el consentimiento de un Estado a obligarse internacionalmente, esta facultad o posibilidad de obligarse viene delimitada por la constitución política de ese Estado, y por lo tanto, el tratado quedará sometido invariablemente a ella. Y este razonamiento es importante, porque la Constitución española de 1876, si bien establecía que el rey necesitaba una ley especial para enajenar o permutar territorios, nada dice acerca de autorizar al Estado para cancelar, retirar o abolir la nacionalidad de una parte de sus súbditos, arbitrariamente y sin debido proceso, porque vivan en tal o más cual lugar, o por ninguna otra causa, mucho menos autoriza o consiente en que la nacionalidad de los súbditos españoles pueda ser en ningún caso objeto de negociación con potencia extranjera, o pago o castigo en un conflicto armado. En ese sentido, el extremo del artículo IX del tratado excede con mucho la capacidad jurídica de las partes. Debe ser denunciado inmediatamente y el derecho a la nacionalidad española reconocido sin mayores dilaciones a los descendientes de aquellos españoles que pagaron el precio de la derrota con una parte de su persona.

Una modificación del Código civil en ese sentido no sería nada extraño para España, que ha venido sistemáticamente y cada vez con menos tapujos, enfrentándose a su pasado con una ejemplar gallardía, y ha venido resarciendo importantes deudas y olvidos en completa consonancia con su pasado y con el legado de la hispanidad en el mundo. Si el Estado español ha ido reconciliando su memoria con el carlismo o con los descendientes de los emigrados a causa de la guerra civil, ¿por qué no hacerlo con ciudadanos españoles cuyo derecho fundamental fue conculcado aun cuando muchos pelearon (y murieron) por mantenerse atados a España hace poco más de un siglo? No se diga que ha pasado mucho el tiempo como si ello fuese óbice para tan noble propósito. Así como el Estado español ha reconocido el derecho a su nacionalidad de los descendientes de aquellos judíos sefardíes expulsados de los reinos católicos hace cinco siglos, ¿por qué no hacerlo con cubanos y puertorriqueños, expulsados del seno de la patria hace no más de cuatro generaciones? Ubi eadem ratio ibi idem ius.

La ciudadanía como derecho fundamental

La ciudadanía o nacionalidad es una manifestación del estado civil, expresión además de un derecho fundamental personalísimo y sagrado que une al individuo en su comunidad política con aquella entidad emanada de dicha organización. El ius civitatis, de antaño inviolable, persigue a la persona y a ella está vinculado permanentemente, sin que ningún gobierno pueda disponer de esa esencial característica del individuo, mucho menos en un tratado que pone en entredicho la sincera manifestación de voluntad del Estado español, que como ya he dicho, ni aun cuando esa manifestación de voluntad del Estado hubiese sido clara, unívoca, taxativa y categórica, no puede éste negociarla más que con sus propios nacionales, y en ningún caso puede retirarla, cancelarla o causar su pérdida sin el consentimiento del afectado. Y al hacerlo, el Estado se pone fuera de la ley, es por lo tanto responsable por daños y perjuicios.

Al seguir el razonamiento del marqués de Olivart, el artículo IX del Tratado menciona dos categorías de personas, a saber: peninsulares residentes en los territorios cedidos o renunciados, y naturales “habitantes en los territorios cedidos ó renunciados, residentes en el país de su naturaleza, cuya suerte decidirá en su día el Congreso de los Estados Unidos”, de los cuales a ninguna de las dos partes les es licito disponer de una forma o de otra.

Para que se tenga una idea del crimen indecible que se cometió con la firma del tratado, España pactó con una potencia extranjera la desnaturalización masiva y forzosa de una parte de sus ciudadanos, sin causa legítima (si fuere posible determinar alguna, que ya hemos dicho no es posible), sin debido proceso, sin notificación, y sin intervención judicial. Es más, la desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles no estaba contemplada ni en las demandas norteamericanas para lograr la rendición española, ni en el Protocolo de Paz de agosto de 1898, y sólo fueron incorporadas posteriormente durante las negociaciones en París, acaso con el único propósito de asentar el poder de un naciente Estado cubano, de tal suerte que la masa ciudadana no tuviera más opción que resignarse a la nueva nacionalidad y no deshiciese al nuevo Estado. Esta cláusula y luego el articulado de la Enmienda Platt sellarían la imposibilidad de que los cubanos renegasen de la ciudadanía de nuevo curso y se acogiesen a su antigua.

Hasta mucho después del advenimiento de los Estados modernos, la ciudadanía o derecho político se veía bajo el lente del principio de alianza perpetua, que todavía hoy pervive en la patria potestad, por ejemplo, en virtud de la cual los hijos menores de edad siguen la condición de sus padres. La alianza perpetua es un concepto anclado en el derecho feudal en virtud del cual los lazos que conectaban al individuo con el Estado comenzaban en el momento mismo del nacimiento, y eran, en tanto extensión de un contrato de vasallaje feudal, perpetuos e inmutables, a cambio de los cuales el Estado ofrecía ciertas protecciones. La aquiescencia de España con el artículo IX constituye una renuncia tácita a las obligaciones de protección que le vienen impuestas por ser parte de esa relación jurídica que incluso en el derecho feudal informa derechos y obligaciones para ambas partes.

Por mucho que el entonces gobierno español menospreciase o desconociese los derechos políticos de sus propios ciudadanos en Cuba, muy a pesar de la amplia y abrumadora legislación que demuestra la intención del Estado español por acortar la brecha del disfrute de derechos políticos, es evidente que el uso de ese lenguaje en el tratado es incompatible con la práctica histórica y Derecho españoles. Cuba y Puerto Rico son territorios españoles desde su posesión efectiva, como veremos más adelante. La soberanía española es incuestionable, y sus naturales, como que lo son de un territorio español, son súbditos del rey, el más próximo antecedente del concepto de ciudadanía que hoy impera en el moderno Derecho constitucional.

El art. IX es sencillamente inconstitucional al contravenir el texto de 1876, ilegal al contravenir el Código civil, la Carta autonómica y demás leyes civiles fundamentales del Reino, nulo de toda nulidad y sus efectos deben retrotraerse de manera inmediata a la situación existente antes del canje de ratificaciones, y la ciudadanía española, conculcada de mala fe por el Estado español, restituida sin mayores dilaciones a los descendientes de esos españoles, quienes con toda seguridad han transmitido ese derecho ius sanguinis a todos sus descendientes. Modifíquese el Código civil para que permita que los descendientes de españoles de Cuba y Puerto Rico podamos acceder a la nacionalidad de nuestros mayores con toda normalidad y en el pleno entendimiento que el reconocimiento de ese derecho se hace para restablecer el legítimo derecho político, de nuestro más sagrado fuero personal.

La doctrina es razonablemente unánime al definir la ciudadanía como la relación entre una persona (ciudadano) y una entidad surgida de la organización política de la sociedad (Estado). En este sentido, tanto la doctrina como las legislaciones (con importante reflejo en la jurisdicción y su jurisprudencia) reconocen dos formas de manifestación de la ciudadanía: una originaria, y otra adquirida o derivada.

La relación jurídica necesita como elementos esenciales dos sujetos de Derecho: un ciudadano, y un Estado. Estado y ciudadano. La relación se establece con la clara, expresa, categórica y unívoca manifestación de voluntad de ambas partes. No existe ciudadano sin Estado, ni Estado sin ciudadano. Por lo tanto, ¿cómo es posible que España haya podido pactar con potencia extranjera el abandono de sus súbditos y dejarlos al arbitrio nada menos que a merced del parlamento de un país extraño, el Congreso de Estados Unidos. La ciudadanía no es una relación tripartita, ni compete a ella más partes que las que integran la relación jurídica: Estado y ciudadano. Un tercer Estado no tiene capacidad para determinar la naturaleza ni el curso de una relación de la cual no es parte, ni puede serlo. Ni la relación del Estado con sus súbditos es una que pueda ser traficada como bien jurídico en los extremos de un tratado de paz. La nacionalidad de los españoles no puede ser nunca objeto de un negocio jurídico, ni privado ni público.

Si bien el mencionado artículo 58 de la Constitución española de 1876 permitía la enajenación del territorio español, el texto es omiso en relación con la desnaturalización forzosa que, sin embargo, fue practicada masiva e indiscriminadamente a todos los habitantes de la isla de Cuba, a pesar de las protestas del marqués de Cervera y otros preclaros españoles de Cuba. La ciudadanía, en tanto relación política del individuo con el Estado, es considerada un derecho fundamental que el Estado no tiene la liberalidad de extinguir por su propia cuenta, y si no sigue unas formalidades que agravan ese procedimiento.

Ni siquiera durante la guerra civil de 1868 fueron los cubanos despojados del vínculo político con el Estado español. Desterrados, expropiados, ridiculizados, pero jamás su ciudadanía fue ni siquiera cuestión de debate público. Siguiendo, una vez más, el acertadísimo razonamiento del marqués de Olivart, la renuncia que hace España en el art. I a la soberanía sobre Cuba,[2] no es extensiva a los lazos civiles de sus habitantes, y que, además, no corresponde, a Estados Unidos y España, mediante tratado, determinar quiénes siguen siendo ciudadanos españoles. Olivart es de la opinión que los naturales de Cuba nunca perdieron la nacionalidad española, entre otras razones porque compete al Estado español determinar quiénes son sus ciudadanos, y cuando una persona goza de los derechos y prerrogativas de la nacionalidad, no le es jurídicamente posible a ningún gobierno retirarla, mucho menos en virtud de un tratado con otra potencia extranjera. Es un crimen equivalente al de traición a la patria, que en España en esta época se saldaba con la muerte ¿Qué pasa cuando el traidor es el propio Estado?

Continúa Olivart al decir que todo tratado, en tanto contrato celebrado entre pueblos, debe contener un consentimiento sobre un objeto física y jurídicamente posible, y en demuestro, cita a tres maestros del Derecho Internacional: Según Rivier, “el principio Privatorum conventio jure publico non derogat se aplica mutatis mutandi, a los acuerdos entre Estados y a los preceptos del derecho de gentes, del mismo modo que a los convenios entre particulares y al derecho público interior. Sería nulo por imposibilidad del objeto un tratado por el cual un Estado prometiera algo que no estuviera in rerum natura o que fuese incompatible con los principios fundamentales del Derecho. La imposibilidad jurídica es al igual que la imposibilidad física, una imposibilidad material” (II, páginas 57 y 58). Según Bonfils, “Un Estado no puede obligarse a cumplir ni a cometer actos contrarios al derecho internacional positivo, a las reglas de la moral universal, a los derechos fundamentales de la humanidad, como, por ejemplo, introducir en su seno la esclavitud, forzar a sus súbditos a abrazar tal o cual religión o impedir con la violencia el comercio de otros pueblos, etc.” (pág. 421). Según Ullman, el objeto del tratado “puede serlo únicamente lo que es físicamente posible, debe serlo sólo lo que es jurídica y moralmente lícito. Una determinación de la voluntad y un concierto de voluntades han de tener por objeto lo posible; la exigencia de la posibilidad jurídica y moral del objeto arranca en último extremo del fundamento moral de todo Derecho. Los Tratados que no respondan a esta condición no pueden producir efecto jurídico alguno y debe restituirse lo que se haya prestado en virtud de estos” (pág. 165). En acertadísima conclusión, se pregunta Olivart: ¿constituye el derecho de opción que debe otorgarse a los súbditos de los países cedidos o renunciados para adoptar la nueva nacionalidad uno de esos principios cardinales del Derecho internacional moderno que no puede violar un Tratado, y mucho más cuando a la cesión o anexión precedió una guerra civil en la cual dichos países manifestaron diversas tendencias? Su respuesta es meridiana: Sí, sin duda alguna. La cláusula que lo niega contiene un pacto jurídica y moralmente imposible.

Ningún Estado tiene la capacidad jurídica de traspasar un vínculo social que en el Derecho moderno pende sólo del personal asentimiento. Contra el libre ejercicio de la opción no puede prevalecer pacto escrito alguno, que tampoco compete al presidente de Estados Unidos, o al parlamento federal de ese país determinar quiénes podrían ser (o no) ciudadanos españoles ni cubanos. Será competencia de un Estado cubano, cuando exista, determinar quiénes podrán ser sus ciudadanos, sin que ello implique imposición alguna, como al parecer aquí ocurrió. Y diría más, el derecho de opción no es el derecho a optar por conservar la ciudadanía española, la cual, en tanto anterior y en cuya posesión pacífica se encontraban los españoles de Cuba y Puerto Rico durante siglos, debe conservarse si no hay declaración en contrario. Por otra parte, como se vio en líneas superiores, al ser la ciudadanía una relación jurídica entre el ciudadano y un Estado, tiene que existir un Estado que sostenga la noción de ciudadanía para que la relación sea efectiva y cierta, jurídicamente vinculante. Por lo tanto, al momento de la firma del tratado, Estados Unidos ocupa militarmente los territorios españoles de Cuba y Puerto Rico, al ser la ocupación un estado temporal que no funda soberanía, y al no existir un Estado cubano, toda la cláusula contenida en el art. IX es un hazmerreir jurídico, también por imposibilidad material, que se deshace en sus malas hechuras. Todo tratado, como todo negocio jurídico debe interpretarse a favor de la parte que se obliga, sus extremos deben interpretarse en la forma que sea menos onerosa para quien se obliga, y por lo tanto, el derecho de opción debe ser siempre para optar por la nueva ciudadanía, cuando tal cosa hubiese sido posible. Cercenar de antemano la ciudadanía española, colocarla en manos del parlamento de un país extranjero y disponer además que ésta queda relegada al derecho de opción en su propio detrimento es, cuando menos, un acto inconstitucional en toda regla. A nadie debe preguntársele si desea seguir siendo español, debe preguntársele, cuando tal cosa hubiese sido posible, si desea ser ciudadano del nuevo Estado. Pero esta pregunta ya la había respondido el pueblo cubano en las elecciones para elegir al gobierno autonómico.

La desnaturalización masiva y forzosa de los españoles de Cuba debe considerarse como una sanción penal.

Si bien el derecho internacional contemporáneo no admite la desnaturalización como castigo, es efectivamente ante la situación que nos encontramos. Y si es despreciable para el derecho internacional, nulos o anulables serían sus efectos. El dictamen de la Comisión encargada de dictaminar acerca de las cuestiones de nacionalidad que suscita el art. IX del Tratado de paz con los Estados Unidos, dice claramente acerca de la inscripción en el registro para conservar la ciudadanía española que: “La regla que imponía el ejercicio de esa facultad como condición indispensable de la conservación de la ciudadanía era tan dura, el plazo para ejercitarla tan breve, las dificultades tantas y los obstáculos tales”, que, en opinión de quien la presente suscribe, configura la pérdida de la ciudadanía española como una auténtica sanción penal. Una sanción penal es la privación de un derecho o bien jurídico por disposición del Estado, y es eso justamente lo que se palpa con la desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles. Entenderla como sanción penal implica que, al ser el ordenamiento jurídico español hoy más favorable, el restablecimiento de la nacionalidad puede hacerse mediante ley con efectos retroactivos, tal y como dispone dicha posibilidad la actual Constitución española.

De acuerdo con el principio de supremacía de la Constitución, así como el de legalidad que informa el Derecho Administrativo, el ordenamiento jurídico español contenía preceptos constitucionales, legales y reglamentarios que regulaban la adquisición de la ciudadanía española, pero no se contemplaba la desnaturalización masiva y forzosa de sus ciudadanos. No es hasta después de la I Guerra Mundial que los ordenamientos jurídicos comienzan a legislar sobre esta materia, pero sobre todo como forma de castigo o pena. La ciudadanía, en tanto relación política del individuo con el Estado, es considerada un derecho fundamental que el Estado no tiene la liberalidad de extinguir por su propia cuenta.

Los nacidos en Cuba antes del canje de ratificaciones del Tratado de París eran nacidos “en territorio español” y, por lo tanto, españoles de origen, por imperio de la Constitución y las leyes del Reino.

Decir lo contrario, como incorrectamente sentencia una resolución de la Dirección General de Registros y el Notariado, vaciaría de sentido el real decreto de mayo de 1901, cuya parte dispositiva desarrolla el artículo IX del Tratado de París, en contra y fuera de los más inmutables principios del derecho natural, como también del más elevado derecho positivo de cualquier país: su Constitución política. Es lamentable que sea esa resolución la que durante más de una década ha marcado el exilio político de los españoles de Cuba, y cuya ratio decidenci esboza el derecho de nacionalidad para Cuba y Puerto Rico, en franca violación de la ley, como veremos.

La suerte de los españoles de Cuba, que tarde o temprano el Estado español tendrá que reconocer, está lastrada esencialmente por las dos únicas interpretaciones que sobre el particular forman la doctrina: una extraña sentencia del Tribunal Supremo de 7 de noviembre de 1999, al resolver un caso de nacionalidad en el Sahara español, y una trasnochada resolución de la Dirección General de Registros y el Notariado, al decidir que aquella sentencia, hecha para el Sahara español, aplica también a Cuba y Puerto Rico, por “identidad de ratio”.

La primera flaqueza que tiene esa resolución es que no prueba tal identidad de ratio. ¿Cómo es posible que la Dirección de Registros diga que hay identidad de ratio cuando ni las partes ni la propia Dirección han probado que tal cosa existe? ¿Qué es, en definitiva, identidad de ratio? ¿Cuáles son sus extremos teóricos? ¿Qué elementos usa la Dirección General de Registros y el Notariado para llegar a esa conclusión? Es, a mi juicio, no solamente una peligrosa especulación que atenta contra la misma seguridad jurídica y contra la tutela efectiva de los derechos ordenada en el artículo 24 de la Constitución española de 1978, sino que además instala la noción de prevaricación ¿Cómo se explica la identidad de ratio para dos situaciones completamente distintas, tanto en origen como en desarrollo? Lo que más extraña es que el disparate haya sido copiado a pies juntillas y sin el menor reparo o comentario crítico por cuanto teórico y profesor de Derecho escribe sobre el régimen jurídico de la nacionalidad en España, cuyos tribunales de justicia han aceptado tácitamente la injusta e ilegal jurisprudencia.

Pues bien, hagamos el ejercicio de entretener el extremo teórico. Para determinar que la naturaleza de la soberanía española sobre Cuba y Puerto Rico es equivalente a la ejercida por el Estado español en los territorios del Sahara, habría que demostrar que existe identidad en (1) la forma o título que da origen al dominio o soberanía, y en (2) su evolución, de tal suerte que pueda establecerse un patrón de similitudes de circunstancias que permitan sostener racionalmente que la situación jurídica y condición política de una persona nacida en Cuba o Puerto Rico antes del canje de ratificaciones del Tratado de Paz es idéntica a la de una persona nacida en el Sahara bajo administración española, o bien que la naturaleza de los territorios cubano y puertorriqueño es idéntica a los del Sahara, ubi eadem ratio ibi eadem iuris dispositio.

Forma o título que da origen al dominio o soberanía

En primer lugar, Cuba y Puerto Rico fueron territorios conquistados, colonizados (y por ende mayoritariamente poblados) por Castilla, a cuya corona son incorporados por medio de la accesión a fines del siglo XV, mientras que la colonización del Sahara español comienza el año 1884. Si cuatro siglos de diferencia no es elemento que sustancialmente baste para (a) concluir de manera definitiva que son dos situaciones completamente diferentes, sujetas a ordenamientos distintos en distintos grados de desarrollo,[3] y (b) rechazar de pleno la absurda idea de la identidad de ratio, para despejar la más mínima duda en este sentido, habremos de conducir a Sus Señorías en analizar exactamente en cuáles extremos se asientan esas diferencias, y aventurarnos a dar la respuesta que la Dirección General de Registros y el Notariado, aún estando obligada, no se molestó en hacer.

Los justos títulos de Castilla sobre las Indias

Cuando Cristóbal Colón se hace a la mar lleva consigo la autoridad que le da su pacto con los Reyes Católicos, pero también hay otros elementos que matizan la situación jurídica en que se encontraba el Almirante. En primer lugar, desde el punto de vista del derecho interno, el código vigente en aquel momento eran las Siete Partidas, de Alfonso X, un corpus cuya madurez y utilidad estaban de sobra probados en los poco más de dos siglos que llevaba vigente. El código alfonsino contenía disposiciones que regulaban, según el derecho común, dos elementos que serán de capital importancia para despejar dudas en relación con la soberanía española sobre Cuba y Puerto Rico y su consideración como parte de Castilla primero, de España después: uno es la forma en que se adquiere la propiedad, y el otro más pertinente, las formas en que un rey puede acceder legítimamente al dominio y señorío (léase soberanía) sobre un territorio.

Nos dice tan acertadamente Manzano y Manzano, que según la ley castellana “la isla que se fase nucuamente en la mar, pocas vegadas acaece que se fagan yslas nueuamente en a mar. Pero si acaeciesse que se fiziesse y alguna ysla de nuevo, suya dezimos que deue ser de aquel que la poblare primeramente: e aquel o aquellos que la poblaren, deben obedescer al Señor en cuyo señorío es aquel lugar, do apareció tal ysla” (3ª, 18, XXIX).[4] Con esas órdenes partió el astuto marino genovés, y con ese único instrumento jurídico de adquisición, tomó posesión de las islas oceánicas, “y de todas ellas he tomado possession por sus Altezas con pregón y bandera real estendida y non me fue contradicho… —escribe en carta a Luis de Santángel— y todas las tengo por de Sus Altezas, qual dellas pueden disponer como y tan complidamente como de los reynos de Castilla”.

Por lo tanto, Colón hizo lo mismo que en su día hicieron los portugueses para hacerse con el dominio de las Azores y Cabo Verde, lo mismo que el rey castellano hizo con las islas Afortunadas, hoy Canarias, en cuya posesión entraron y mantuvieron por siglos, consideradas hasta bien entrado el siglo XIX como posesiones españolas por numerosos tratadistas y cartógrafos, la misma calificación que merecían las Antillas españolas.

En segundo lugar y de vuelta al siglo XV, desde el aspecto del incipiente Derecho internacional que despuntaba vertiginosamente, hay a su vez dos elementos a tener en cuenta para sostener la legitimidad del justo título de soberanía castellana sobre Cuba y Puerto Rico: (i) castellanos y portugueses, en pugna por abrir y mantener nuevas rutas comerciales, habían confirmado mediante tratados el reconocimiento de los nuevos territorios obtenidos mediante conquista, (ii) el derecho de conquista de estas nuevas tierras quedaba convalidado o justificado mediante la donación pontificia, un instituto jurídico medieval bajo el cual, además, era justo hacer la guerra a quien se resistiese. Por lo tanto, la soberanía de los reinos portugués y castellano sobre las tierras conquistadas estaba fundada en la combinación de la ocupación efectiva, instrumento pontificio de donación y la celebración de tratados con la potencia rival. El efecto jurídico inmediato de este mecanismo de expansión territorial fue la incorporación de estos territorios a las distintas coronas.

De aquí nace el término muy usado de terra nullius, cuya definición resume el juez Dillard en su voto particular publicado como parte de la opinión consultiva acerca del Sahara Occidental, emitida por la Corte Internacional de Justicia. Preguntado el tribunal si el Sahara español era terra nullius al momento de su conquista, óigase al juez:

“The concept of terra nullius has meaning with reference and only with reference to the well-established principle of international law that title to territory may be acquired through ‘effective occupation’. A condition to the legitimacy of this method of acquiring original title is that the territory be sans maître, i.e.: terra nullius. Furthermore, the problem becomes legally important only when the legitimacy of the occupation, either as originally manifested or geographically extended is challenged by a third state”.[5]

El conflicto de rivalidad por los nuevos territorios era mayormente con Portugal. La diferencia ya se había zanjado en parte con el Tratado de Alcáçobas, celebrado entre ambos reinos católicos en 1479, mediante el cual España y Portugal se hicieron un reparto de las islas adyacentes a la península: Afortunadas, Azores y Madeira, así como puntos estratégicos en la costa africana.

Al regresar Colón de su primer viaje, los Reyes Católicos se apuran en obtener la preceptiva donación pontificia. ¿Por qué es importante este documento? Además de lo ya apuntado, la respuesta está en el código castellano de las Siete Partidas, según el cual “verdaderamente es llamado Rey aquel que con derecho gana el señorío del Reyno: e puedese ganar por derecho, en estas quatro maneras. La primera es, quando por heredamiento hereda los Reynos el fijo mayor, o alguno de los otros, que son más propincos parientes a los Reyes al tiempo de su finamiento. La segunda es, quando lo gana por auenencia de todos los del Reyno, que lo escogieron por Señor, non auiendo pariente, que deua heredar el Señorío del Rey finado por derecho. La tercera razón es, por casamiento, e esto es, quando alguno casa con dueña que es heredera del Reyno, que maguer el non venga de linaje de Reyes, puedese llamar Rey después que fuere casado con ella. La quarta es por otorgamiento del Papa o del Emperador, quando alguno dellos fase Reyes en aquellas tierras, en que han derecho de lo fazer. Onde si lo ganan los Reyes, en alguna de las maneras que de suso diximos, son dichos verdaderamente Reyes”. (2ª, 1, IX)

Es decir, hay cuatro formas de fundar soberanía en el derecho medieval: herencia, elección voluntaria, casamiento con heredera, y concesión del papa o emperador. Como apunta Manzano y Manzano, las dos únicas opciones posibles eran: u obtener el consentimiento de sometimiento de todos los jefes tribales al rey de Castilla, u obtener del papa, también español, por cierto, un documento de autenticidad incuestionable, escrito en la lengua franca europea, y consecuente además con el precedente que suponían las bulas concedidas a los portugueses para las empresas de la Guinea y las factorías en la India. Puesto así, Alejandro VI promulgó en 1493 las tres bulas de concesión, demarcación (100 leguas al Oeste de las Azores y Cabo Verde) y de extensión, conocidas como bulas alejandrinas, que fundan el derecho incuestionable de Castilla para ejercer dominio y gobierno sobre las tierras descubiertas y ocupadas. Tanto a la luz del ordenamiento castellano, como del Derecho internacional, las bulas no solamente daban un poder específico de evangelización al rey castellano, sino que eran interpretadas como fuentes del poder político del Estado sobre las nuevas tierras.

 

Naturaleza de la anexión de Cuba y Puerto Rico a la corona de Castilla

 

Ahora bien, ¿cómo acceden los territorios americanos descubiertos y conquistados por Castilla a su estructura política?, es decir, ¿cuál era el status político y jurídico de las Indias dentro de la monarquía hispánica. Y en tanto la pregunta es relevante para Cuba y Puerto Rico, que se mantuvieron bajo el dominio español hasta 1898, ¿cuál era la condición política de sus naturales hasta el canje de ratificaciones del Tratado de Paz con Estados Unidos? Esta es la pregunta que debieron hacerse —y responder— Sus Señorías del Tribunal Supremo y la Dirección General de Registros y el Notariado al resolver la cuestión.

En los casos de Cuba y Puerto Rico, donde no había ni Estado, ni sobrevivieron las costumbres políticas de sus habitantes nativos, la clásica teoría de unión de Estados no conduce a una respuesta viable. Unión de Estados, por ejemplo, en unión personal, sería la que operó entre Inglaterra y Escocia cuando Jacobo VI, rey de Escocia desde 1567, se convirtió en 1603 en titular de la corona inglesa como Jacobo I de Inglaterra e Irlanda. Escocia e Inglaterra eran dos Estados soberanos, con sus propios parlamentos, leyes, tribunales y costumbres. La unión personal de ambas coronas en una sola persona fue la circunstancia que dio origen a la célebre sentencia del juez Coke, en la que se articula por primera vez una teoría acerca de la naturaleza política de los postnati, es decir, aquellos nacidos después de efectuarse la unión personal. La pregunta que debe decidir el juez, en 1608, es si una persona nacida en Escocia bajo la unión personal puede considerarse también súbdito del rey de Inglaterra. El juez razonaba entonces que, al ser el rey titular de dos coronas, tiene asimismo dos aptitudes políticas, o dos capacidades si se quiere, una como rey de Escocia y otra como rey de Inglaterra, que se suman o confunden en la misma persona, por lo tanto, un súbdito del rey de Escocia lo era también del de Inglaterra si había nacido después de 1603, con los mismos derechos y prerrogativas de los súbditos ingleses: quiere esto decir que un postnati podía tener propiedades en Inglaterra y acceder a los tribunales de justicia, por ejemplo. Si bien el caso es seminal en el desarrollo de la teoría de la adquisición de ciudadanía originaria por ius soli, que luego tendrá relevancia para Cuba y Puerto en los textos constitucionales españoles, es evidente que no puede hablarse de la existencia de un Estado ni cubano ni puertorriqueño antes de sus respectivas conquistas. En Cuba y Puerto Rico, a diferencia de Escocia e Inglaterra, no ha existido otro derecho que el castellano, ni ha existido otro Estado que el español, impuesto allí por nuestros mayores.

Juan de Solórzano y Pereira, reconocido jurisconsulto español, considerado el más grande publicista del Derecho Indiano, y miembro del Consejo de Indias, decía que las Indias quedaron incorporadas al reino de Castilla por accesión. “Las Provincias de las Indias son parte de las de Castilla y están accesoriamente unidas a ellas” (De Indiarum iure L. III, cap. XXXII, n.23). Por su parte, al decir de la condición política de los naturales de Indias, con respecto de españoles “hacen con ellos un Cuerpo y un Reino y son vasallos de un mismo rey” (L. II, cap. XXX, n.17). Fuere por mayor uniformidad del reino castellano, en comparación con la colección de países sometidos a vasallaje por el reino de Aragón, o por otra razón, los reyes Fernando e Isabel deciden que los nuevos territorios quedasen incorporados a la corona de Castilla. Importantes historiadores de Indias como Manzano y Manzano, Mario Góngora, Francisco Tomás y Valiente, Sergio Raúl Castaño, entre otros, se decantan por sostener la incorporación o anexión al reino de Castilla. Castaño, al estudiar la obra de Solórzano, advierte que dicha anexión opera por vinculación accesoria, o accesión.

Las circunstancias que avalan la fundación incuestionable de la soberanía de los reyes castellanos sobre Indias, en particular sobre Cuba y Puerto Rico, que son en definitiva los territorios que se mantienen dentro de España durante todo el siglo XIX, unido a la tesis de Solórzano, en tanto epítome de la doctrina de la época, más la abundante legislación que a la postre sería recopilada en códigos especiales para los reinos de Indias, sostienen la noción que en dichos territorios operó el principio de terra nullius como modo de adquisición originaria de la propiedad, o modo de fundar soberanía.

En el caso del Sahara español no hay que hacer extensas exposiciones, porque sobre el particular se pronunció la Corte Internacional de Justicia en una opinión consultiva impulsada por el Reino de Marruecos. La Corte fue taxativa: el Sahara español no era terra nullius al momento de su colonización. Es más, el Reino de España celebró acuerdos con distintos jefes tribales que tenían su leyes y costumbres anteriores a la ocupación española. La Corte sostuvo que existían lazos políticos entre dichas tribus nómadas, incluso de naturaleza constitucional, y el sultán de Marruecos, tal y como defiende uno de los jueces en un voto particular, anteriores a la colonización española. España apenas gozó de derechos derivados de su estatus de potencia administradora, una posición de menor entidad que la soberanía plena territorial.

El análisis, por lo tanto, es el siguiente: si la soberanía española, limitada a la administración y siendo ésta de menor entidad que la soberanía plena territorial, ¿cómo es posible que se consideren ciudadanos españoles a los naturales del Sahara durante la administración española, que no llegó ni a un siglo, y se niegue esa condición a cubanos y puertorriqueños que no solamente mantuvieron el dominio español por más de cuatro siglos, sino que lucharon para conservarlo? Mayor desigualdad de ratio no puede haber.

Desde la posición del Derecho internacional, es la Conferencia de Berlín de 1884 en la que las potencias acuerdan, repartirse el botín de los grandes territorios africanos. Para fines del siglo XIX no puede aducirse la candidez que supone hallazgo y conquista, o terra nullius, como quizá era perfectamente posible —legítimo y legal— cuatro siglos atrás.

Los estatutos autonómicos otorgados a Cuba y Puerto en noviembre de 1897 marcan otro punto neurálgico de diferencia con el Sáhara español, para el que nunca rigió una norma de ese tipo, con lo cual queda demostrado una vez más que tal identidad de ratio responde más a una imagen que a una realidad sometida al rigor de los análisis histórico y jurídico. A ello viene a sumarse la clara diferencia entre territorios sujetos a administración española, y territorios a los que se hace extensiva la legislación civil fundamental.

La extensión de leyes civiles fundamentales sólo puede hacerse sobre un territorio que también sea español para que rijan sobre ciudadanos españoles.

El texto constitucional de 1876, hecho extensivo a Cuba y Puerto Rico por decreto de 2 de abril de 1881, cambió fundamentalmente el panorama político de las Antillas. No se extiende la aplicación de una ley de rango constitucional a un territorio que no pertenezca al Estado que hace extensiva dicha ley. Si España manda en Cuba, es porque Cuba es territorio español, y no es potencia administradora, porque no hay relaciones políticas preexistentes. Y aun cuando sus habitantes no gozasen de la plenitud de derechos políticos, seguían siendo súbditos españoles. Es más, el hecho tan peculiar y afortunado de ser España una colección de países, todos con sus propios fueros, incluso sus propias lenguas, permite entender el impar desarrollo del país de los cubanos, que podría decirse se desgaja definitivamente de Castilla en algún punto hacia finales del siglo XVIII, pero en ningún momento debe cuestionarse la condición política de sus naturales, que nunca dejaron de ser súbditos españoles.

Por si persisten las dudas, la Constitución española de 1876 zanja la cuestión de la nacionalidad de los naturales de Cuba y Puerto Rico al establecer en su primer artículo, que son españoles (1) todos los nacidos en territorio español, y si se extiende el imperio de dicha Constitución sobre Cuba y Puerto Rico es porque ambos países son territorios españoles, y en consecuencia, todos los que allí nazcan, tendrán la condición política de españoles originarios, y como dice la exposición de motivos del real decreto de 25 de noviembre de 1897 sobre igualdad política “en relación con las libertades constitucionales, son declaraciones de derechos y garantías que encuentran después su sanción y desenvolvimiento en una serie de leyes especiales las reglas que han de asegurar a los españoles el respeto recíproco de los derechos que aquella les reconoce”; prosigue la mencionada exposición sobre las libertades constitucionales de hablar, pensar y escribir, la libertad de enseñanza, la tolerancia religiosa y los derechos de reunión y asociación que “en su ejercicio regular y tranquilo se funda todo el derecho moderno, por lo cual donde quiera que se coarte, cesa la igualdad ante la ley, y con ésta desaparece la unidad constitucional, y se egendran (sic) aquellos torcidos sentimientos que llevan hasta atentar á la integridad del territorio”. Cabría la pregunta, si Cuba y Puerto Rico no pertenecen al territorio español, ¿qué sentido tiene de hablar de integridad territorial? ¿Qué sentido tiene elaborar una doctrina que repare en distingos entre territorio español y territorio nacional, cuando ambos son una y la misma cosa?

Diría más, la doctrina elaborada por el Tribunal Supremo español y aplicada arbitrariamente a Cuba y Puerto Rico por la Dirección General de Registros y el Notariado es una escisión tardía de una doctrina de la Corte Suprema de Estados Unidos elaborada en 1901 para determinar la aplicación de la Constitución norteamericana como norma de aplicación directa en los territorios adquiridos por la guerra hispanoamericana. Los Casos insulares, como se le conoce a esas sentencias judiciales que conforman dicha jurisprudencia hace una distinción entre territorios incorporados y territorios no incorporados. Los territorios incorporados son aquellos que se preparan para una eventual unión en la federación norteamericana, y allí la Constitución sería norma de aplicación directa, mientras que, en los territorios no incorporados, es decir, aquellos que no conducen a una estadidad o que no formarán previsiblemente parte de la unión, no opera la Constitución ex proprio vigore. Los Casos insulares vienen a dar protección judicial al novísimo sistema colonial norteamericano, para el cual era preciso establecer una diferencia entre lo que era Estados Unidos y aquellos territorios que, sin ser parte de la unión, estaban sometidos a ella. Los Casos insulares crean una jurisprudencia que tiene aún relevancia en nuestros días y que varios prestigiosos juristas norteamericanos se han pronunciado por abolir, toda vez que se opone al espíritu con el que fue creada la república y da cabida a tratos diferenciados de personas, con toda la implicación que ello tiene para la seguridad jurídica y el ejercicio de derechos humanos. ¿Será que el Tribunal Supremo español ha querido revivir una doctrina discriminadora contra sus propios ciudadanos, que no tiene base ninguna en la historia del Derecho español, y que, además, para mayor insulto, ha sido sistemáticamente criticada y atacada con sobrados motivos y por no pocos estudiosos norteamericanos? Tan reciente como el año en curso, la Revista de Derecho de Yale publicó un artículo escrito por la profesora Christina D. Ponsa-Kraus, de la Universidad de Columbia, cuyo resumen dice:

“The Insular Cases have been enjoying an improbable—and unfortunate—renaissance. Decided at the height of what has been called the “imperialist” period in U.S. history, this series of Supreme Court decisions handed down in the early twentieth century infamously held that the former Spanish colonies annexed by the United States in 1898—Puerto Rico, the Philippines, and Guam—“belong[ed] to, but [were] not a part of, the United States.” What exactly this meant has been the subject of considerable debate even as those decisions have received unanimous condemnation. According to the standard account, the Insular Cases held that the “entire” Constitution applies within the United States (defined as the states, the District of Columbia, and the so-called “incorporated” territories) while only its “fundamental” limitations apply in what came to be known as the “unincorporated” territories (today, Puerto Rico, Guam, the U.S. Virgin Islands, the Northern Mariana Islands, and American Samoa). Scholars unanimously agree that the Insular Cases gave the Court’s sanction to U.S. colonial rule over the unincorporated territories— and that the reason for it was racism.” 131 Yale L.J. 2390 (2022), n. 8

El real decreto de 25 de noviembre de 1897, mencionado en líneas superiores, dispone en su artículo 1º que “los españoles residentes en las Antillas gozarán, en los mismos términos que los residentes en la Península, de los derechos consignados en el título Iº de la Constitución de la Monarquía y de las garantías con que rodean su ejercicio las leyes del Reino. A este fin, y con arreglo al art. 89 de la Constitución, las leyes complementarias de sus preceptos, y en especial la de Enjuiciamiento criminal, la de Orden público, la de Expropiación forzosa, la de Instrucción pública y las de Imprenta, Reunión y asociación y el Código de Justicia militar, regirán en todo su vigor en las islas de Cuba y Puerto Rico, de suerte que pueda cumplirse en toda su integridad el art. 14 de la Constitución”. Y digo más, si Cuba y Puerto Rico son autonomías del Reino, y repito, autonomías del Reino, ¿cómo es posible que una dependencia del Ministerio de Justicia diga que no eran parte del reino? O se declara que Cuba y Puerto Rico son parte integrante del Estado español en tanto autonomías, porque así lo declaran las leyes (y no una, sino varias) y la elección que para gobierno autonómico volcó a los españoles de Cuba y Puerto Rico a las urnas, o se declara entonces que el Sol sale por el Oeste y toda la mecánica celeste está trastocada. Así de sencillo.

Dice el art. 14 de la Constitución de 1876: “las leyes dictarán las reglas oportunas para asegurar á los españoles en el respeto recíproco de los derechos que este título les concede, sin menoscabo de los derechos de la Nación, ni de los atributos esenciales del poder público”. La Constitución, así como las leyes civiles fundamentales como el Código Civil, la Ley de Registro civil, las leyes procesales o la Electoral rigen esencialmente para los ciudadanos de ese Estado, con lo cual queda demostrado que los naturales de Cuba y Puerto Rico eran ciudadanos españoles, tan españoles como los de la península. La soberanía española sobre Cuba y Puerto Rico es incuestionable, y así lo escribía el duque de Almodóvar del Río en su contesta ante las pretensiones expansionistas de Estados Unidos. La renuncia a la soberanía de Cuba y la cesión de Puerto Rico respectivamente fueron botín de guerra y condición para cesar las hostilidades.

Constituye un error histórico de hecho y de derecho hablar de descolonización en los casos cubano y puertorriqueño. La descolonización es un proceso histórico que se da en el ámbito específico de África y Asia. Para el caso español, la descolonización atañe particularmente a los estudiados territorios del Sahara español, Ifni y Guinea ecuatorial, pero es un error hablar de descolonización en Cuba y Puerto Rico.

Nunca se ha oído hablar de la descolonización norteamericana, o la descolonización canadiense. El discurso descolonizador en el contexto específico hispanoamericano es un fraude y una influencia de los discursos franceses e ingleses que sí fueron colonizadores en el sentido más negativo de la palabra. Los territorios de Cuba y Puerto Rico experimentaron en el decurso un gradual proceso de asimilación, y es verdaderamente vergonzoso que los redactores de la resolución de marras no hayan sido capaces de evaluar la situación de Cuba y Puerto Rico en el contexto sincrónico de la España finisecular.

 

La vecindad en los dominios de la Monarquía como prueba de la territorialidad española de Cuba y Puerto Rico en la jurisdicción administrativa.

 

Ordena la Constitución de la Monarquía de 1876 en su art. 1, que son españoles, además de las personas nacidas en territorio español (extremo que ya ha quedado probado en esta petición en lo que respecta al país de los cubanos), los extranjeros que, sin haber obtenido carta de naturaleza, hayan ganado vecindad en cualquier pueblo de la Monarquía. Nos dice el jurista, diplomático y senador del Reino Antonio de Castro y Casaléiz,[6] experto como lo fue en temas de nacionalidad que, en la tradición jurídica española, esta se configura como un contrato sinalagmático entre Estado e individuo, de ahí que, —continúa el reconocido doctrino— la nacionalidad no se impone, sino que el principio fundamental que informa las leyes españolas de nacionalidad, naturalización y vecindad es la voluntad. Ello explica el carácter voluntario con el que se promulgó y funcionó el Registro civil. Castro y Casaléiz aporta varios ejemplos en la jurisdicción administrativa que avalan la territorialidad española de Cuba, uno de ellos, el dictamen del Consejo de Estado de 24 de junio de 1890, por ejemplo, reconocía la condición de español a un hijo de padres franceses nacido en Cuba, quien solicitó ser español, y que lo fuesen su mujer y cuatro hijos. El Consejo de Estado resolvió que el promovente era español, por haber ganado vecindad (Ley 3.ª, art. 11, Libro VI de la Nov. Recopilación), es decir por el simple hecho de residir en un “pueblo de la Monarquía”, léase territorio español, con el solo requisito de causar la inscripción en el Registro civil, en cumplimiento de los arts. 101 y 102 de la Ley reguladora de dicha institución civil fundamental.

 

Notas finales

 

Cree quien suscribe que han quedado explicados y probados los extremos que sostienen la súplica concreta que motiva esta petición: que Cuba y Puerto Rico fueron territorios españoles, tan españoles como Madrid, Cataluña o Andalucía, y que sus naturales, por lo tanto, son españoles originarios, con plenitud de sus derechos políticos, con un importante reflejo en el desarrollo normativo y jurisprudencial. Por lo tanto, en desagravio con una indecible injusticia, se impone la denuncia inmediata del art. IX del Tratado, y así con ello España cumple con el sagrado deber de defender a sus hijos, doquiera éstos estén.

 

Conclusiones

PRIMERA: El Estado español carecía entonces, como carece hoy, de capacidad jurídica para decretar la desnaturalización masiva y forzosa de sus propios ciudadanos. Dicho acto constituye una violación de la relación que vincula todo Estado con sus ciudadanos, y de sus obligaciones de protección.

SEGUNDA: La desnaturalización unilateral, masiva y forzosa de ciudadanos españoles, constituye una franca vulneración tanto del principio de alianza perpetua, como del de manifestación de la voluntad, como elemento esencial para repudiar o adquirir una ciudadanía.

TERCERA: El Estado español condenó penalmente a sus ciudadanos en Cuba y Puerto Rico al despojarlos forzosa y unilateralmente de un derecho fundamental del Derecho de personas.

CUARTA: La desnaturalización masiva y forzosa de sus ciudadanos en Cuba, Puerto Rico, Islas Filipinas y el resto de las posesiones españolas cedidas o renunciadas por el Tratado de Paz de 1898, constituye un acto inconstitucional que vulnera el derecho humano y fundamental de la ciudadanía.

QUINTA: La desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles en Cuba y Puerto Rico fue un acto nulo, de toda nulidad, y sus efectos deben retrotraerse al momento anterior a la pérdida. Debe reformarse el Código Civil para que permita a los descendientes de los españoles acceder a la nacionalidad de sus mayores, injusta e ilegalmente conculcada.

SEXTA: La desnaturalización masiva y forzosa de ciudadanos españoles, de forma unilateral y sin debido proceso, es un acto condenable y oprobioso, que sólo puede ser subsanado con la restauración del derecho conculcado y el reconocimiento de la ciudadanía española automática y sin mayores procedimientos a los descendientes de esos españoles.

 

Respetuosamente,

 

Maikel Arista-Salado y Hernández

Miami y 7 de octubre de 2022



[1] Boletín Oficial del Estado nº 288, de 28 de noviembre de 2014 (Ref.: BOE-A-2014-12326)

[2] Que también es cuestionable, y no solamente por la presunción iuris tantum de la capacidad jurídica del Estado español para desgajar parte del territorio español sin el consentimiento de sus habitantes, o del conjunto de la población, porque en definitiva la soberanía es indivisible, en el sentido que tan soberano es un español de Cuba sobre Cataluña, como un español de Galicia sobre Asturias. Pero aun obviando este punto, debatible, por supuesto, porque según el texto constitucional la soberanía no residía en el pueblo, sino en las Cortes con el rey, hay un hecho cierto e incontestable que pesa sobre las realidades antillanas, y es que en noviembre de 1897 Cuba y Puerto Rico se convirtieron en las primeras autonomías del Reino. Es decir, Cuba y Puerto Rico fueron países regidos por un principio de especialidad durante casi todo el siglo XIX, y perfectamente dentro del reino. Algo que pudiera parecer como surgido de la nada, en realidad tiene un arraigadísimo antecedente en la noción de países forales, probablemente uno si no el más señero de los aportes españoles al Derecho Constitucional, que hoy tiene relevancia, por ejemplo, en Italia, con sus regiones especiales, Reino Unido con Escocia, Gales, etc., Países Bajos con sus países constituyentes, etc. Aporte que, quizá, el Estado español ha querido ahogar durante siglos, de espaldas a sus notables beneficios, en constante evolución. Y el tiempo ha dado la razón: ahí está la España de las autonomías. Siguiendo este razonamiento, la autonomía, sancionada por el gobierno español fue abrumadoramente aceptada y apoyada por la ciudadanía española de las Antillas, cuyo voto fue el verdadero medidor de la aceptación de la medida. Por lo tanto, una vez otorgada la autonomía, y ésta votada por la mayoría de la población, el Estado ha entregado parte de su soberanía a ese órgano autonómico, y por lo tanto, disponer del territorio es incompatible con esa decisión. Dicho en otras palabras: el Estado español carecía de capacidad jurídica para determinar sobre la soberanía de Cuba y Puerto Rico, porque ya lo había hecho al convertir a ambas islas en autonomías dentro del reino. Y una vez transferido parte de ese derecho, no era competencia del Estado español realizar ningún negocio jurídico que tuviera como base ni el territorio cubano, ni la ciudadanía de los españoles en dicho territorio.

[3] Tanto en el ámbito doméstico, como en el internacional, en el que el peso del Derecho Internacional distingue claramente ambas situaciones.

[4] Léase en el siguiente orden: partida, título y ley. Tomado de Juan Manzano y Manzano, Los justos títulos de la dominación castellana en Indias, quien a su vez toma el texto de la citada ley de Los Códigos españoles, concordados y anotados, tomo III; Código de las Siete Partidas, tomo II, Madrid, 1848, págs. 344-345.

[5] ICJ Reports (1975), página 123.

[6] La Habana, Reino de España, 1856-Viena, Imperio Austrohúngaro, 1918.